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260 _ LA REINA DEL CIELO No, no esasí. Cuanto más ahondemos en el cono- cimiento de la sabiduría y de la inmutabilidad de los consejos de Dios, tanta mayor razón nos asis- tirá para, de los principios, conjeturar los fines. Remontemos la corriente Vayamos buscando el manantial mismo de la Sangre, derramada en el Calvario, que es el ger- men de la nueva vida, y nos hallaremos con la di- vina Maternidad, la cual es también el principio de todas las prerrogativas de la Virgen. Por ella toca los confines de la divinidad y pone de hecho al hombre en contacto con Dios. La Encarnación era necesaria para levantarnos del pecado, pero presuponía una madre que diera carne al Verbo Divino. La raza de Adán, por otra parte, multi- plicaba monstruosamente sus culpas encimán- dolas a la de su padre; llenaba la tierra de iniqui- dades, y ni las aguas del diluvio ni los fuegos de la Pentápolis apartaban al hombre de sus crecientes prevaricaciones: hacíase de este modo cada día más indigno de las miradas de Dios, e irritaba altaneramente su justicia soberana. Mas el Señor, fiel a sus promesas, quiere salvar el mundo, y envía a él la Mujer bendita, para que con su pureza, con su amor intenso, y con sus ar- dientes deseos de salvarnos, mereciera la Encar- nación. Así lo dice S. Bernardo: «Siendo indignos de que Dios nos diera su Hijo, fué dado a María,

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