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LA REINA DEL CIELO quiso hacer valer sus derechos divinos, ni recla- mar para ostentación los honores de la divinidad, sino que se humilló, se anonadó, tomando forma de esclavo y apareciendo igual a nosotros en todo menos en el pecado. Por lo cual dice S. Pablo: «Dios Padre lo ensalzó y le dió un nombre que es sobre todo nombre, para que al Nombre de Je- sús toda rodilla se postre en el cielo, en la tierra y en los abismos; y todos reconozcan que Cristo es- tá en la gloria de Dios Padre». De esta manera he- mos entendido, con el sentir de la Iglesia Católica, la suprema glorificación de Jesús crucificado: como premio debido a sus humillaciones y a su muerte; además de cantar entre transportes de júbilo y agradecimiento que la pasión y la muerte del Re- dentor son la causa meritoria de la regeneración del mundo, y a la que deberán su salvación todos los elegidos. Ahora bien, habiendo María Santísima com- partido tan activa y tan eficazmente los tormen- tos y la Cruz de su divino Hijo, nada más razona- ble que reconocer, en honor suyo, participación excepcional y gloriosa en la herencia del Reden- tor, para que se verifique en Ella, con particularí- sima superioridad de excelencia, lo que S. Pablo dice de los que comparten los padecimientos de Jesús: «Si compatimur ut conglorificemur». La conglorificación de la Virgen presenta un carác- ter privativo y único; no solamente es María coheredera del cielo por los méritos del Redentor en un grado al que jamás nadie podrá llegar, sino que, además, es coheredera de la glorificación
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