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LA AUTORIDAD DE CRISTO Y LA DE LOS GOBERNANTES 245 estado endémico, como plaga social; es un resul- tado estrictamente lógico de la doctrina enseñada e inoculada en el alma de las generaciones que van llegando, y se presentan fatalmente las consecuen- cias. Subieron los desdenes de los gobernantes hasta el trono del Altísimo; se insolentaron, altaneros éstos, contra Cristo Rey; lo han destronado de la escuela, del hogar, de la justicia y del gobierno, y se ha quedado el hombre solo, mandando a otros hom- bres sin tener a mano las sanciones divinas; cerra- do entre estas dos soluciones tan odiosas cómo ineficaces: o el imperio de la Ley, o el imperio de la Fuerza. ¡Cuando ni la ley ni la fuerza son nada sin Dios, que es la fuente de todo derecho, y sin la conciencia, que dicta ineludiblemente el deber! Por donde se ve que la soberanía de Jesucristo, con no ser de este mundo, ni estribar en títulos humanos y terrenos, es esencial al bien privado y al bien público. Que, aunque el Cristianismo no intenta directamente la felicidad de la tierra, ni promete los bienes de este mundo, ellos y su goce tranquilo y honrado dependen del cumplimiento de la Ley que Jesucristo vino a rehabilitar y a promulgar de nuevo con su palabra, con su ejem- plo, con su sacrificio y con su muerte; y que dejó encomendada a su Iglesia, que es su reino mili- tante en este mundo. Se deduce, finalmente, que el reino de Cristo es irreemplazable. Si se rechaza la civilización cris- tiana, nos quedaremos sin ninguna; que equivale a decir: volveremos al paganismo, al salvajismo;
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