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MORIR PARA SÍ: VIVIR PARA DIOS 211 debía vivir también solamente para la Reden-- ción, muriendo espiritualmente a cuanto pudiera decir relación individual con los derechos inhe- rentes a su milagrosa maternidad física, y vi- viendo para la maternidad espiritual de los hom- bres, de la que fué investida en el momento de aceptar, entre agonías mortales, la sustitución de su Primogénito Jesús por los hombres. Ya hemos visto el aprieto, la alteración que se originó en el alma de María al hacer efectiva la renuncia de lo único que amaba en la vida. Esa perturba- ción sobreviene siempre en toda alma cuando se entrega sin reservas a su vocación, y muere para cuanto no sea servir a Dios en ella. Jesús mismo, colgado en el santo madero, expresó la espantosa angustia que sufría en el momento que renunció a su Madre en favor de los pecadores. Según hace notar S. Juan, Jesús, tuvo sed, sed misteriosa; sintió agudamente el desamparo de su Padre; vióse identificado con el pecado y hecho objeto de aversión terrible: fué la tremenda lucha inte- rior que precedió a su muerte. Este mismo desamparo sintió la Virgen al de- positar en el sepulero el cuerpo desangrado de su divino Hijo, como quien coloca el peso del per- dón en la balanza de la Divina Justicia. Entonces comenzó a sentirse Madre de los re- dimidos: había muerto en ella todo cuanto no era amor maternal para ellos; por esto la Santa Igle- sia la llama a boca llena «Madre». La Madre de la Iglesia es la Virgen de los Dolores,

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