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210 LA SOLEDAD DE MARÍA Morir para sí; vivir para Dios ¿Puede efectuarse en nosotros esta transfor- mación? Puede y debe ser ejecutada. Cuando Jesús tenía sólo doce años, sometió el amor de su Santa Madre a una prueba que no ten- dría explicación sino en la absoluta realidad que en la vida cristiana alcanza el axioma: «las almas selectas viven sólo para Dios». Sin prevenirla, quedóse el Divino Adolescente de Nazaret en el templo de Jerusalén, ensayando gallardamente su magisterio. Pasaron tres días amarguísimos para María, al cabo de los cuales lo halló en el lugar santo; y, al darle el tierno abra- zo, le dijo eon dulzura: «Hijo mío, ¿por qué lo has hecho así con nosotros?» La respuesta de Je- sús da la clave de su maravillosa existencia sobre la tierra e iluminó todo lo porvenir de la Virgen, anticipándole la razón suprema que un día sepa- raría en esta vida definitivamente a los dos: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas que son de mi Padre?» Jesús, el Santo, modelo de los predestinados, el hombre perfecto, viviría sólo para su Padre, para la obra por El encomendada. Su vida admirable y su ignominiosa muerte tienen su razón de ser en su misión redentora. Murió, desde que fué concebido, para cuanto le fuera individual, y la Sagrada Escritura puede afirmar sin paradoja, que el divino Cordero fué sacrificado «ab origine mundi», Siendo, pues, María la Madre de Jesús,

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