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208 LA SOLEDAD DE MARÍA para que todas las generaciones te llamasen ben- dita, quiso orlar tu frente augusta con tres mag- níficas coronas: la diadema esplendorosa de Ma- dre; la guirnalda inmaculada de Virgen; y la au- reola inmortal de Mártir. Así, Señora, fuiste en la tierra el dolor volando al cielo; fuiste el bajel de nuestra dicha bogando por tormentosos mares. Tú sabes, Madre mía, lo que es llorar. Tú probaste los pesares de tus hijos desterrados en este valle de lágrimas, en el que el dolor había de estar en los altares. Y ¿qué sím- bolo más puro que tú llorando desolada a Jesús, casi muerta de dolor y divinizando el llanto? He aquí una lección soberana que el hombre aprende postrado ante la Cruz y apoyado en el re- gazo de la Virgen de los dolores: aprendamos a llo- rar de modo que las lágrimas nos justifiquen, nos eleven; sean un acto de adoración que nos san- tifique. Llorando la Pasión de Jesucristoy los dolores de María, satisfacemos a la deuda de nuestros pecados. Y ¿cómo no llorarlos cuando lloran las piedras y lloró el mismo puñal que atravesó el Corazón de María? Acojámonos a ese Corazón Purísimo, inspira- dor de las tiernas endechas que mecieron el sue- ño de Jesús Niño. Ese Corazón le dió valor para seguir a su Hijo al destierro, para eruzaren pos de su Amado los mares de Galilea y las montañas de Palestina, para subir con El al Calvario, para entregarlo al Eterno Padre por la redención de sus hermanos y para depositar en el sepulero sus despojos mortales, como prenda de la maternidad
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