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204 LA SOLEDAD DE MARÍA sola, sola; pero la imagen horrenda de su Jesús escupido, lacerado, sangriento y despedazado, atormenta su espíritu mientras mira con mortal an- gustia y envidia maternal la Cruz que tuvo la dicha de sustentar en sus brazos al Amado mientras mo- ría. Ella tiene ahora en sus manos los clavos que traspasaron las manos de Jesús, y las espinas que penetraron su divina frente; oprime entre sus de- dos aquellos instrumentos del suplicio que hacen brotar sangre ardiente sobre la sangre coagulada del cuerpo sacrosanto, caído como granada sazo- nada y medio abierta en el regazo de María, úni- ca que sabrá saborearla y adivinar la justicia de la muerte de su Hijo por el delito de ser Rey, por el crimen de ser Dios. En un impulso de amor heroico, abrázase con el Santo Madero, y lo besa; paladea aquel haz de mirra amarga, mientras sus purísimos ojos la- cerados por las espinas que oprime contra su rostro, lloran sangre. ¡Ah! ¡¡qué hermosa aparece su cara teñida de púrpura metida en aquel zar- zal!! Semejante se mostraba a la flor de la pure- za y de la caridad que brota del sacrificio: María, en posesión de aquella codiciada joya, siéntase a mirarla más de intento; lo olvida todo, todo: se siente sola, totalmente sola; fija ansiosas miradas en su Amado, cuyas cárdenas heridas van notándose más por menudo a la pálida luz de la luna; corren las gruesas lágrimas de la po- bre Madre y van engarzándose, como preciosas per- las en las heridas del Hijo. Abrázase con sus fríos despojos que ya no responden a sus apasionados

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