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200 LA SOLEDAD DE MARÍA cifradas en un prestado sepulcro que guardaba su cadáver; todos los corazones se dirigían ins- tintivamente a la Madre del crucificado, espe- rando una palabra que diese la clave del misterio de la pasión y muerte de Dios; lo único que vive en tan crítica hora es su dolor de Madre. Los SS. Evangelios nada dicen de la intensidad de este dolor augusto, verificando con ello el pro- verbio: «los dolores pequeños se hablan... los grandes se callan». Pero con sólo leer que al pie de la Cruz estaba María, sabemos lo suficiente para creer que esta divina mujer ejercita allí un oficio sagrado; que participa activamente en el gran sacrificio; porque a una con Jesús, nos redime. Ella, que es corredentora y que vive para nosotros cuando todo ha muerto junto a su Amado, hasta la fe de los suyos, Ella nos dirá algo de las maravi- llas que encierra el divino drama del Calvario; es el momento de sentarse a los pies de la Madre, y oír de sus labios la historia de nuestro “nacimiento a la vida de la gracia. Pongámonos entre los dos ríos que corren al pie del Santo Ma- dero; de sangre uno, y otro de lágrimas derrama- das copiosamente en el suelo; y, antes que el vien- to avaro oree esas corrientes, remontémonos en ellas a la contemplación de la cumbre esplendo- rosa donde se une la maternidad natural de la Virgen con respecto a Jesús, a la maternidad es- piritual de la misma para con nosotros. En esta cumbre cayó de lleno sobre María la maldición merecida por Eva, «in dolore paries filios>. Tuvo a su Primogénito en un éxtasis de amor purísimo;
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