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A ABORPRESA PILRALAS 3 _ 193 nal, así patente y anheloso, deja caer Jesús las palabras que transforman a la Virgen: sorprén- dela con el movimiento de sus labios cárdenos, y la invita a volver sus ojos abrasados por el llanto hacia los pobres pecadores, y verter sobre ellos la compasión amorosa que se despierta en su alma, a consagrarles los vehementes afectos de que está poseída. Es como si le dijera: «Oh, mujer admira- ble, tu amor te hace sufrir dolores inauditos: bas- ta ya, Madre mía, basta; no sufras más; no mue- ras por tu Primogénito: ahí tienes a mis herma- nos: desde ahora son tus hijos: ámalos como a mí, admítelos en ese volcán de caridad que te tiene en llamas y te empuja hacia mí: «Mujer, ahí tie- nes a tus hijos». Así quedamos, mi querido lector, injertados en la herida honda y fresca y radiante del corazón de María. ¿Quién podrá entender el efecto que estas pala- bras produjeron en_la Virgen? Le causaron la deleitable sensación de la maternidad universal, así como el «Fiat» pronunciado en Nazaret llevó a su virgíneo pecho la impresión inefablemente dulce de haber sido encumbrada a la altura de la divina Maternidad. Hágase, dijo María en esta ocasión; Y EL VERBO SE HIZO CARNE en sus purí- simas entrañas. Hágase, dijo Jesús en el Calvario, y su Madre quedó hecha Madre de los hombres. Ella había cubierto en la Encarnación al Verbo de Dios con la blanca nube de la humanidad para disimular su divinidad. Jesús irradia ahora sobre María la luz de sus moribundos ojos y la viste del sol, y la ofrece al amor y a la veneración del 7.—E. ben Door .
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