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LA MUJER Y LA MADRE 189 destinado a una maternidad que sobrepasa los 33 años de su vida de la tierra. Al oír que desde la Cruz le dice: «MULIER ECCE FILIUS TUUS?”, guar- démonos de pensar que trataba Jesús asuntos de familia; que, al entregarla a S. Juan, sólo tenía cuenta con la tutela de aquel ser querido y aban- donado en tierra tan ingrata. Está Jesús en el umbral mismo de la casa de su eterno Padre, en el pórtico de su conquistado Reino. ¿No podría El desde allí custodiar superabundantemente aquel serafín desterrado de los cielos, con todo el peso de su amor y de su omnipotencia? Y las diez legiones de ángeles de que pudo disponer para su defensa en la tierra, ¿no podría destinarlas desde el cielo a escoltar y llevar en palmas a la Reina de la gloria, viandante por el mundo? La mirada de Jesús iba más lejos, pasaba los límites del tiempo; al dar a S. Juan por madre a María, estando allí presente su madre carnal, tra- taba de una maternidad espiritual y de una soli- citud filial que el hijo del Zebedeo aceptó en nom- bre de los redimidos, a quienes representaba en el escenario más majestuoso de la historia. Lo que El era para la Virgen, eso serían para Ella los fieles discípulos de Jesús en toda la extensión del tiempo y del espacio; era herencia, legado precioso para todos los redimidos. La palabra MADRE MÍA, tierna y expresiva como es, no hu- biera significado bien el íntimo pensamiento de Jesús moribundo. Impregnada de dulces recuerdos y de intimidades exquisitas, hubiera sido además, para la Virgen, do-
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