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186 TRANSFIGURACIÓN DE LA VIRGEN reflejando en las maternales lágrimas ternura y compasión infinitas. Estábamos envueltos en esa mirada augusta y amorosa y firme; evoquémosla por unos momentos y saboreemos la belleza in- comparable de la Virgen en el momento de trans- figurarse: es la única luz que brilla en el calvario, la que brota de los piadosos ojos de la Madre de los hombres. La esposa del Espíritu Santo Cuando el divino Maestro se despedía el Jueves por la noche con aquel memorable sermón de la última cena, una majestuosa tristeza cubría su hermoso semblante. Ardía en deseos de inmolarse, pero le dolía dejar a los suyos tan solos en medio de la gran tempestad que lo llevaría a la muerte, y haría vacilar la fe de los mejores. El infinito amor que nos tenía puso en sus labios regaladísi- mas palabras, impregnadas de afectuosos recuer- dos y de íntimos presentimientos. Para sostener su valor prometió enviarles un Consolador divino, el Espíritu Santo, quien confirmaría cuanto les había El predicado, les infundiría nueva vida y fecundaría todas sus empresas: «No os dejaré huérfanos», les dijo amorosamente; y antes que esta promesa tuviera su cumplimiento el día de Pentecostés, Jesús determinó dejarnos una pren- da con lo único que le quedaba en este mundo, entregándonos de presente a su divina Madre.

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