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2 VIRTUD DIVINADEL DOLOR 177 que recibían de generación en generación el pesado fardo de la culpa, y se empeñaban en lavarla con la sangre y con la muerte de niños, prisioneros y esclavos, cesaron luego en sus hecatombes sagradas. No sin gran misterio hace notar el Evangelio, en sus primeras páginas, que al nacer Jesús, toda la tierra estaba en paz; no se derramaba sangre hu- mana en las guerras; iba a correr sobre la sangre prevaricadora de los hijos de Adán la sangre del Justo, del Hijo de Dios y de María, que mezcló con lágrimas inmaculadas aquel torrente santi- ficador como con pepitas de oro arrastradas por límpido arroyo. Toda otra sangre era impura; todas las lágrimas de los hombres eran turbias; no podían lavar el pecado. He aquí la Redención. Cesen ya todos los sacrificios cruentos; todo el que ha de salvar- se, expiando crímenes y culpas, lorará con Ma- ría al pie de la Cruz, padecerá con Cristo, mez- clará sus penas con las de Dios y su compasión con la de la Virgen, y será salvo. Jesús no su- primió el dolor para los suyos sino que lo trans- formó en virtud regeneradora del espíritu; no es la carne que muere la que da esa virtud al dolor, es el alma que no muere la que lo eleva, concediéndole una fuerza real, sublime. Ved esa cabeza espinada, sangrienta, caída sobre el noble pecho alanceado: es la cabeza de un nuevo pueblo. Mirad cómo la pri- mera discípula y cooperadora de la Redención, María, por ser su Madre, ha participado tan de cerca de sus tormentos, para decirnos: <El que no lleva la Cruz con mi Hijo, no puede ser su dis

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