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166 MARÍA AL PIE DE LA CRUZ TRIUNFA cho, es un árbol deshojado, seco al parecer y sin raíces, bajo cuya sombra se ha cobijado la huma- nidad doliente, presidiendo al mundo del dolor, que es el mundo real en que todos vivimos. Los sepuleros de los hombres podrán ser sun- tuosos, como las pirámides, imponentes hipogeos de los Faraones; pero por adentro están llenos de podredumbre. Sacad esas momias y... los sepul- cros pierden su razón de ser. El sepulero de Jesús será glorioso por el contacto pasajero de sus miem- bros ensangrentados; no es sino una dura y des- nuda roca que encerró por tres breves días el precio de la redención del mundo, y el mundo entero lo besará con amor ferviente, y lo adorará de generación en generación. En la soledad augusta que rodea ese sepulcro inmortal, mientras guarda el despedazado cuerpo de Jesús, sobresale en primera línea una mujer, una hermosa nazarena, que parece flotar como luz tenue y amorosa sobre las bochornosas escenas que culminaron en el Calvario. Mirémosla: es María, la Madre del crucificado. ¿Qué hace ahí esa mujer ante tantas ruinas? ¡¡Ah!! Ella representa en ese lugar santo a un mundo nuevo que nace de la muerte de su Hijo. Humillada como está, se levanta de improvi- so como triunfadora que con Jesús salva al mundo. Canta ahí con el alma traspasada de dolor, lo mismo que cantó con transportes de gozo en casa de Zacarías: «Fecit potentiam in brachio suo”. Dios hizo cosas grandes en élla, y con Jesús alarde grandioso de su Poder. María Santísima, no es solamente expresión de la sonrisa de Dios cuando
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