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SALVÉMONOS POR MARÍA 163 y que, en sus manos, levantadas hacia la Cruz, recogió el precio de nuestra vida eterna, la Vir- gen Dolorosa yérguese como leona herida que defiende sus cachorros; hace valer sus derechos de Madre, y quiere hacer vivir a Jesucristo de nuevo en cada uno de nosotros. Pudo resignarse María a la pérdida temporal de la vida que el Verbo de Dios recibió en sus entrañas, pues que esa era la voluntad del Padre y la condición de nuestro rescate; pero no puede resignarse a la muerte de nuestra alma que hace estéril tan san- griento sacrificio y sus tremendos dolores. No, no dejará la Virgen que se pierda la vida que Jesús nos dió en su presencia y con su cooperación al pie de la Cruz: esa vida es suya, y nosotros somos los hijos de su dolor. Si San Pablo pudo decir con verdad a los Gá- latas que «padecía dolores de parto mientras Cristo se formaba en ellos», ¿qué tormento tan misterioso será el del corazón de María, mientras no consiga ver a su divino Hijo formado y osten- tando robustosidad en cada uno de los redimidos? Bendigamos, pues, a Dios por habernos dado Madre, y tal Madre. Alabémosle porque la hizo grande y poderosa en nuestro favor. Adoremos el designio inefable de su Bondad al dejar todo el éxito de la Redención en manos de esa mujer admirable que vivió milagrosamente ante la muerte de Jesús. Y cuando, como buenos bjos, besando sus inmaculadas manos y los pies que subieron la montaña de nuestra salud, sintamos caer sobre nuestra frente lágrimas maternales,

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