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160 MARÍA, SIGNO DE REDENCIÓN la muerte, reaviva la fe de los amilanados deser- tores. María, que encierra en su pecho el Evange- lio de los treinta primeros años de Jesús, que posee el secreto de su concepción prodigiosa, de su hu- milde nacimiento, de su amable adolescencia y de su edad florida, les revela su origen divino, con- tándoles la embajada del Arcángel y la profecía de Simeón. María, dueña de la clave que descifra las antinomias de aquella vida, iluminada con los sesplandores de lo divino y obscurecida con las sombras de lo humano, les infunde la certeza de ru resurrección, y los prepara para verlo de nuevo, pronto, y convertirse después en apóstoles del Crucificado. María, en fin, siempre buena, siem- pre pura y fiel amante de quien murió odiado del mundo impío, ofrécele con sus lágrimas el arrepentimiento de los que vuelven, y le hace olvidar su ingratitud, y acelera su triunfo sobre la muerte, para recibir de sus manos la Iglesia naciente, que ya no morirá, porque tiene la nue- va vida de la Redención, y Madre que la cuide en su trabajosa infancia. Contemplemos unos momentos este augurio divino de amor y de ternura personificado en la Virgen sumida en soledad y desconsuelo junto a la Cruz y al lado del sepulcro del divino Reden- tor. Levantemos un poco el negro crespón del luto más espantoso caído sobre el corazón de las madres, y... oiremos palabras que nos hablan ae dolores que redimen, de muertes que engendran vida; veremos el rostro pálido y amable de Ma- ría, depositaria única de los tesoros de gracia ga-
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