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LA NOCHE OBSCURA dar La noche obscura Todos los Santos han pasado por esas congojo- sas sombras y se han creído muchas veces aleja- dos de Dios. No podemos, pues, nosotros quejarnos de no sentir constantemente las dulzuras de la divina presencia; tanto menos cuanto que, por una parte, tenemos muy merecido que Dios nos deje, y somos nosotros la única causa de esas se- quedades y desolaciones interiores por nuestras infidelidades; y por otra, nos es absolutamente necesario notar sensiblemente nuestra miseria y convencernos de que, sin Dios, somos una mise- rable ruina, incapaces de todo. Así sabremos atri- buirle la gloria de todo lo bueno que podamos ha- llar en nosotros, vaciar nuestro corazón de todo lo que no es El y disponerlo para que El lo llene, y lo nutra, y lo santifique. Es señal de amor a Dios tener pena por per- derlo: la sola posibilidad de quedarse sin El hacía temblar como niños a grandes santos encanecidos en la penitencia; conocían bien que cuanto no es Dios puede ocupar el alma, pero no llenarla; pro- duce una hartura que reacciona constantemente como hambre de felicidad. Con Dios se sentían fuertes en los trances más angustiosos de la vida, probando en sí mismo lo que vale andar el camino del destierro sostenido por un Cirineo Omnipotente. Por un poco de compasión y de amor que no- sotros podamos ofrecer a Cristo, agradecidos a
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