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142 LA MADRE DE CRISTÓ de los romanos la entrega de aquellos restos ado- rables. Entre tanto, la Virgen, clavada en el suelo como la estatua del dolor, esperaba el momento de abrazarse con aquellos miembros destrozados y fríos, para darles un ósculo ardiente de amor. La escena que presenciaron mudos unos pocos amigos y la naturaleza entera cubierta con el obscuro manto de la tarde, fué de una sublimidad inefable. La Virgen sentada en un peñasco cerca del lugar donde estaba plantada la Cruz, extien- de sus brazos, aprisiona con ellos a su Jesús, mete su rostro virginal entre las espinas de la cabeza, besa aquella frente cubierta con sangre coagulada y con el polvo del camino y con las salivas de los hombres; adora a su Dios; no dice nada; llora, llora intensamente, reconociendo c n sus ojos pre- ñados de lágrimas a su Hijo tan desfigurado y afea- do. Nadie más podría ver su divinidad y soberanía en medio de tantas humillaciones. Cuando los hijos de Jacob quisieron anunciar a su padre la ausencia de su predilecto José, enviáronle su tú- nica hecha pedazos y manchada con sangre de 'abrito, y le dijeron: Mirad si es esa la túnica de vuestro hijo». Y el desgraciado padre, engañado con las aparien- cias y reconociendo el vestido con que él había distinguido a su amado hijo, exclamó: «Sí; esta es la túnica. ¡Ay... ¡una fiera pésima devoró a mi querido José!» Aquella escena reviste en el Calvario una ver- dad y un realismo sublime. Una fiera pésima de- voró inicuamente al Hijo único de María; no $
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