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un w 00 LA MADRE DE CRISTO solamente acobarda a las almas pequeñas; la de María, grande y valerosa, lo acepta sin vacilar, y agradece sinceramente a Dios que le deje por algún tiempo gozar de su Jesús y criarlo amo- rosamente para el sacrificio. Solo Dios basta Podemos pensar que la delicada Madre, huyen- do entre los sombras de la noche por extraviadas sendas con la zozobra en el alma, rodeaba a Je- sús con sus brazos y con su pecho, y besándolo entre deliquios de cariño, diría aquello que des- pués había de cantar Teresa de Jesús: «Solo Dios basta; quien a Dios tiene, nada le falta». Este era el arrullo maternal que brotaba del corazón de María mientras caminaba al destierro por los arenales del desierto. No huía del dolor, sino del tirano que intentaba arrebatarle a su Jesús; te- niéndolo consigo se sentía fuerte y valerosa para arrostrar todas las amarguras de Egipto y de Jerusalén. Una madre vulgar no hubiera escapado de la muerte propia ni de la de su pequeño niño, sa- biendo lo que a los dos esperaba irremisiblemente en la plenitud de la vida. ¿No era mejor ver morir al pequeñín sin do- lor en el alma, sin humillación, y sentirse objeto de la conmiseración pública o, en segui- da, morir junto a él? ¿Para qué librarlo de un

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