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LA HUIDA A EGIPTO 127 niños inocentes en Belén y en todas sus vecinda- des. Esta increíble resolución hizo emprender la fuga precipitadamente a Jesús en brazos de Ma- ría y de José. Era esto una humillación para Jesús y para María: huir de un hombre; pero era muy pequeña comparada con las que a los dos espera- ban. Jesús no debía sucumbir en aquella hecatom- be anónima de pequeños niños sacrificados sin gloria al furor de un solo tirano; debía ser cruci- ficado en plena floración de una vida gloriosa pú- blica que concitase contra su doctrina todas las pasiones de todos los tiranos, judíos y gentiles; debía morira la luz del día, señalado ignominiosa- mente ante el pueblo todo como insigne facine- roso. No lo compadecería el pueblo como compa- deció a los niños inocentes, execrando el horror del crimen de Herodes; al contrario, el pueblo pe- diría su crucifixión y proclamaría, vociferando, que lo abominaba, y estimaba la esclavitud en que gemía, ligado con oprobio a un César extranjero, más que el reinado ofrecido por Cristo. A toda esta humillación habría de asistir María San- tísima, participando de ella; para eso se le avisa ahora que huya de los esbirros del idu- meo intruso, a fin de que más tarde fuera al en- cuentro de su propio pueblo y pontífices endure- cidos contra su divino Hijo. María, pues, huye con el corazón traspasado de dolor; siente el primer golpe que hunde la espada en su pecho, y abrigado en él su pequeño perseguido, se esconde y lo esconde, sabiendo que después sería todo es- to inútil. El fatalismo de la desgracia inevitable
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