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UNA HERIDA ABIERTA 125 de un futuro terrible, cada vez más próximo, la amargaban. Y si en los otros mártires el tiempo al pasar les es lenitivo y consuelo porque los aproxima al triunfo y al descanso, en María redoblaba el tor- mento porque la arrastra hacia la tremenda reali- dad que sus ojos de Madre ven siempre con te- mor y espanto. En vez de cicatrizar la herida que hoy recibe, los días que pasan van abriéndola y acreciéndola más y más. Pero todo era conse- cuencia del pacto de amor hecho con Dios en el templo en favor de los hombres; la misericordia, la bondad, la dulzura, la luz y la gracia brota- ban de Jesús, seguían en María, allí se amar- gaban y en la Cruz se convirtieron en un río de sangre y de dolores divinos en Hijo y Madre; cuando ese hirviente río entró en el corazón del Padre, salió de él un torrente de perdones para los pecadores. Una crueldad inútil parecerá a muchos que Dios anunciara tan pronto a la Vir- gen su destino y el de Jesús. ¿Por qué no dejarla gozar de aquellas dulzuras de Madre, ocultándole lo porvenir? Así piensa la pobre razón humana inclinada por sentimientos de falsa conmiseración. No; no es eso lo que Dios pide y espera de los suyos, sino grandeza de alma, magnanimidad a toda prueba; aceptación sincera del dolor y del designio divino; que lo miren de hito en hito toda la vida; que toda ella sea un holocausto, y así pueda ser remunera- da por un cielo que sólo cabe en almas heroicas. No midamos jamás nuestro amor a Dios ni
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