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124 LA MADRE DE CRISTO Una herida abierta Ahondemos en el Corazón purísimo de la Vir- gen para apreciar bien la continuidad de su mar- tirio hasta el momento culminante del Calvario. En cada instante, siente que el puñal se hunde más en su alma; en la profecía de Simeón tocóle la punta del puñal, y al pie de la Cruz esa punta pa- recerá otra vez después de haber atravesado su Corazón de parte a parte. Sabe bien María que no son las humanas vicisitudes las que empujan a Jesús a la muerte, sino algo más fijo y adorable: la voluntad y el designio de Dios que se cumplirán inexorablemente. Por esto el dolor que experi- menta la Virgen en la Presentación de su Hijo en el templo, se hace habitual, se agranda duran- te toda su vida y la atormenta mucho más de lo que nosotros podemos imaginar. Han compara- do los Santos, ilustrados por los gemidos del Profeta Jeremías, la tribulación y quebranto de la Virgen a la grandeza del mar: «Magna est velut mare contritio tua». Los ríos todos con sus avenidas de aguas dulces entran en el mar; pero no bien se internan en su seno, se convierten en salobres y amargas. Así eran los consuelos inefables que del Cora- zón de Jesús desbordaban al Corazón de su Ma- dre querida, durante toda la infancia y la ado- lescencia de Jesús: eran caricias divinas, eran torrentes de luz, de amor, de dulzura; pero cuan- do la pobre Madre las recibía, el presentimiento
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