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LOS SIETE DOLORES 119 de un solo principio y se derivan de una sola fuen- te: el amor incomparable de María a Jesús y la compenetración inefable de aquellos dos cora zones nacidos para amarse y para compensarse mutuamente las inmolaciones terribles que la salvación de los hombres exigía. Cuando el Sto. Evangelio dice que María estaba firme, de pies, junto a la Cruz de Jesús, déjanos adivinar esa misma firmeza admirable en todos los lances de su vida, puesto que en el Calvario alcanzaron su culminación los padecimientos de Hijo y Madre. Estas son las dos cualidades que hemos de me- ditar siempre en los dolores de la Virgen: sufría con grandeza de alma; sufría con amor y por amor. Entrambas condiciones espera Dios de cada uno de nosotros al probarnos durante el paso por este valle de lágrimas, a cuya salida se va por la Cruz. Observemos y estudiemos “aten- tamente el Corazón Inmaculado de María, antes de medir la herida profunda que en él origina cada una de las espadas que lo tienen traspasado. Tres fases o momentos podemos considerar en el amor soberano de ese Corazón purísimo: desde que comenzó a latir hasta la Encarnación del Verbo Divino; desde este momento sublime hasta el de la Redención, y el tiempo de realizarse ésta con la muerte de Jesús, su Hijo. Durante la primera fase, la Virgen se sintió íntimamente unida a Dios, llena de gracia, totalmente penetrada del am. biente divino que rodea a las almas castas, que pasan como ángeles rozando apenas el suelo por
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