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JESÚS RECONSTRU YE LA ARMONÍA DEL UNIVERSO 113 espíritu». No parecen en Jesús los desfalleci- mientos que tan humillante hacen la muerte de los humanos; todo lo contrario: El, al morir, de- muestra su dominio soberano sobre la vida que entrega en el momento preciso elegido de ante- mano. Fué aquella prodigiosa Palabra como la voz de mando para la medrosa muerte que, al parecer, se encubría entre las peñas del Gólgota, sin deter- minarse a trepar a la Cruz y hacer presa en aquel cuerpo desgarrado, desangrado. Es que Jesús es- taba naturalmente exento del tributo doloroso que pagamos por el pecado los hijos de Adán. La muerte es un fenómeno ajeno al plan primitivo de la creación del hombre, cuyo cuerpo, por gra- cia, participaba de la inmortalidad del alma. Pero el Hombre Dios estaba comprendido en la idea primordial, por derecho propio; su cuerpo y su espíritu unidos indisolublemente a la Divi- nidad no podían separarse el uno del otro: eran un todo divino y perfecto. He aquí por qué Jesús como dueño de la vida y de la muerte, grita al entregarse al Padre, y previene a sus verdugos que podría continuar viviendo para su confusión; que cumplirá su palabra de resucitar. Dado aquel grito formidable, despertó la crea- ción entera, sintiendo que se unía con el Creador por el eslabón sagrado del alma de Cristo. Una de las gracias más preciadas que perdimos con la culpa original fué la adaptación natural con que nos uníamos a lo sobrenatural, llevando tras de nosotros a las criaturas irracionales; ellas,
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