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2093 necer en silencio ante la insolencia de sus verdu- gos; desnudo, llagado de pies a cabeza, impotente al parecer para atajar tanta maldad; pero, cuando oyó que hablaba únicamente para perdonar, ilu- minóse repentinamente su espíritu y conoció que aquel era un justo; puesto que moría por lla- marse Hijo de Dios, lo era sin duda alguna. He aquí la argumentación concluyente que movió a aquella alma envejecida en el crimen a pedir misericordia y a acogerse al amparo del Rey de los judíos; viéndolo humillado, lo adoró; pobre, le pide el cielo; lo confiesa por Dios cuando las apariencias lo representan el último de los hom- bres: «Acuérdate de mí, Señor, cuando estuvieres en tu reino». Sublime oración, a la que responde Jesús con el eco simpático de su corazón amable, otorgando la gracia solicitada y aun alargando generosamente el favor. «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Cumplió su palabra: por la confe- sión que el ladrón hace de su divinidad le asegura reconocerlo en la presencia de su Padre y de los ángeles. Este argumento fué, desde el principio del Cris- tianismo, decisivo. «Mirad cómo se aman los cristianos», decían los gentiles. Dejáronse aquéllos degollar por los verdugos; morían bendiciendo en- tre las maldiciones de los tribunales y las sarcásti- cas risotadas del circo; su amor mutuo y su perdón generoso era la enseñanza viva que emanaba de su sangre caliente derramada en los potros, en la arena y en las plazas públicas; así convirtieron al mundo pagano. Se cumplía la palabra del divino
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