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y hasta simulan que salmodean en el murmullo, sus «benedícites» (43); y el monje Félix siguió la senda. Perfume alzábase de flor silvestre, de los sarmientos que se entreenredan, y vagabundos sobre el terreno, están buscando la luz febéa; y él, abstraído, nada observaba, porque en sus manos tenía abiertas las hojas santas de un libro santo, en que Agustino dice y diserta (44) de la sublime y esplendorosa, ciudad divina de alta grandeza. en las regiones desconocidas... y, con los ojos puestos en tierra, humildemente decía el monje: «Creo, ¡Dios santo !, ¡sin que lo entienda. Mo que medita mi pobre mente... ! ¡lo que no alcanza de tu belleza !» Y entonces oye la encantadora nota de un pájaro de pluma tersa, como la nieve de puro blanca, que de una nube cayendo rueda, y en una rama viene a posarse, y un canto trina su arpada lengua, tan suave y claro, tan melodioso, que parecía que de mil cuerdas la unisonancia de sus gorjeos daba una música límpida y Jena. Y el monje Félix cerró su libro y, arrebatándole la dulce orquesta, siguió escuchando la melodía, y ya habitaba región aérea... Campos Elíseos... ciudad celeste (45); y allí escuchaba como de etéreas plantas angélicas, sutil pisada, sobre las áureas baldosas regias que en las celestes santas mansiones el suelo adornan y pavimentan.
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