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— 292— lesco, introduce al demonio en el escenario social, reproducien- do con destreza determinadas manifestaciones de su interven- ción cotidiana en los acontecimientos de la vida real. Ni es de consiguiente el demonio invención de los tiempos de obscurantismo, ni ha pasado de moda, ni su presentación en escena constituye la menor novedad para la literatura moderna, uno de cuyos sectores parecía durante el siglo XIX convulsi- vamente agitado por inspiración infernal, como hayamos de atenernos a los frutos para juzgar de la calidad y condición del árbol que nos los da. Hubo a la sazón plumistas diabólicos en todas las latitudes: Baudelaire, Soulié, Proudhon, Béranger; Aird, Croley, Southey, Shelley; Prati, Carducci, Rapisardi; Lenau, Inmmermann, Grabbe, Hauff, Hoffmann; Lermontoff, por no nombrar sino los de cierto renombre literario, bastarían para satisfacer al más exigente y menos contentadizo. De donde resulta evidente no haber motivo fundado para censurar a Long- fellow por la circunstancia de hacer girar la acción de la Le- yenda Dorada sobre la intervención decisiva de Lucifer, aun cuando no le forzara a ello la trayectoria seguida por el autor de «Der arme Heinrich». (211) El leyente observador habrá podido notar la profun- da religiosidad que demuestra Elsa en diversas escenas de esta Leyenda, particularmente en las que se desarrollan a raíz de la llegada del Príncipe Enrique a la alquería de Odenwald. Tam- bién se trasluce con toda claridad la intención de Longtellow con respecto a las creencias del pobre Hoheneck, el cual está por ventura muy lejos de poseer la cándida e ingenua devoción de la aldeanita, pero practica la confesión, cree en los sufra- gios, habla con manifiesto respeto de Jesucristo y la Virgen María, tiene fe en la intervención benéfica de los ángeles bue- nos y en la nefasta intromisión de los demonios y es sorprenden- te el entusiasmo cristiano con que se expresa al hablar de la Resurrección del Salvador. Verdad es que, cuando sentado al lado de Elsa sobre la terraza del Castillo de Vautsberg a su regreso de Salerno, dirige una mirada retrospectiva al pasado para com- pararlo con la venturosa existencia presente, no sale de sus la- bios una sola palabra que tenga el menor saborcillo de gratitud hacia el dador de todo bien. Mas sabida cosa es ser el agra- decimiento una planta exótica en los jardines de la humanidad, y que rara vez la cultiva el hombre cuando acaso se siente fe- liz. Ello no empece que el Príncipe de Hoheneck sea hombre de fe. ¿Cómo explicar en este supuesto que, habiendo empren- dido en compañía de Elsa un viaje tan largo y penoso, y vién-

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