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Et 209 cn, no haya puesto el poeta en ella una sola escena que de indiscte- ta se pueda tildiar, a pesar de haber dedicado tantas y tan in- teresantes al Príncipe Enrique de Hohenneck y a la aldeanita de Odenwald. Comparado con Goethe, resulta nuestro poeta des- de este punto de vista muy superior. Margarita es una campesi- na sobrado intlamable, y no tuvo que amañarse mucho Fausto para chamuscarle las alas en el fuego de su pasión. Elsa, por el contrario, sólo tiene una idea dominante: dar su vida por salvar la del Príncipe, devolviéndole mediante el sacrificio de su propia existencia la salud. Páginas hay en «Fausto» sobre las que tendríamos que correr un velo para poner la obra en manos de la juventud. Nada se encuentra en la Leyenda Dorada que nos impida entregarla al más cándido lector. Podrá acaso Margarita no merecer en toda su crudeza el reproche de su hermano Valentín: «Du bist doch nun eimmal eine Hurt»; pero la Elsa de Longfellow se hace indudablemente acreedora al pauegírico que brota de labios de Enrique al darse cuenta de los encantos encerrados en aquella alma singular: «O pure in heart! from thy sweet dust shall grow lilies.» ¡Casi tenemos que hacer un esfuerzo de imaginación para el idilio final de la terraza de Vautsberg a la hora crepuscular! (209) Es profundamente consoladora la escena con que Long- fellow cierra la Leyenda, y bien podría motejársela de «broche de oro», si no fuera por el temor de incurrir en la aplastante vul- garidad de los gacetilleros de redacción. Que el Angel encar- gado de anotar infracciones prolongue el tiempo de espera de arrepentimiento más allá de los límites señalados, pone de manifiesto el mar sin riberas de la Misericordia divina para con el pecador. Por mi parte, delincuente como el que más, no puedo menos de agradecer al poeta esta copa de bálsamo que con tanta gracia derrama sobre el intractor de la ley. (210) Por ventura algún cándido lector se escandalice de la sentencia puesta por contera de este poema, donde figura «el demonio, como ministro de Dios que trabaja en algo bueno», cuando estamos tan habituados a llamarle «espíritu del mal» y no hay perfidia ni travesura de que no le creamos capaz. Mas no hay por qué rasgarse las vestiduras. La afirmación del poeta está en acabada armonía con la doctrina de la Iglesia Católica, la cual nos enseña haber sido Lucifer y los suyos criados por Dios como ángeles buenos y haberse ellos rebelado contra al- guna diposición del Criador, quedando incontinente condena- dos a las mazmorras del infierno. A dejarlos Dios en completa libertad distracrían su atormentada existencia cometiendo toda 19 E NN

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