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dí 20) tra la Iglesia, cuando hombres de saber e ilustración osan es tamparlas en letras de molde, con ligereza imperdonable, cuan- do no con malévola intención? Bastaría recordar, para echar por tierra las afirmaciones del doctor White, los trabajos ana tómicos practicados por Mondino en la primera mitad del si glo XIV en Bolonia; las autopsias verificadas en Venecia pot aquel mismo tiempo a expensas del tesoro municipal; el hecho de que el citado Mondino escribiera y publicara sin traba ecle- siástica de ninguna clase un Manual de Disección, veinte años escasos después de la publicación de la Bula de Bonifacio VII; la circunstancia de que Guy de Chauliac, venido de Montpelle: a Bolonia, dijera en el prólogo de'«La Grande Chirurgie», ha blando de las experiencias anatómicas de Mondino en los ca- dáveres: «et ipsam jfecit multoties»; el que Alejandra Giliani de Persiceto llegara a ser una maravilla en el manejo del bis- turí, habilidad imposible de adquirir por intuición; el que Otto Agenus Lustrolanus consiguiera en edad temprana, pues murió a los treinta años no cumplidos, ser peritísimo operador Y después de considerar estos casos y mil más que pudieran adu- cirse, dígasenos si se concibe buena fe en aun escritor que ase- gura haber «Vesalio quebrantado la barrera eclesiástica opues- ta a la investigación anatómica, atrayéndose la persecución teo- lógica y iexponiendo la propia vida», según escribe con secre- ción hepática el doctor Whité. Consúltense las Historias de la Anatomía y se convencerá el más recalcitrante de que el desen- volvimiento de la disección pública coincide precisamente con la publicación de la Bula de Bonifacio VIII, dándose casos de autopsia en cadáveres de los mismos Cardenales. Nos -perdo- nará el lector que nos hayamos extendido más de lo acostum- brado en esta nota, pero pues la Leyenda nos brindaba la opor- tunidad de poner algunos puntos sobre unas pocas fes, no pu- dimos resistir a la tentación de romper esta lanza en defensa de la verdad. Unicamente apoyándose en ella podrá hacerse la His- toria acreedora al pomposo mote con que la ensalzara de De Segur al llamarla «miroir de la vérité». (200) Con razón lamenta el docto prologuista de esta tra- ducción que Longíellow haya suprimido uno: de los pasajes más interesantes de Hartmann, cuando tan bellamente ba sabido utilizar otras muchas situaciones de esta curiosa leyenda. Es tan rápida la escena desde que Lucifer desaparece con Elsa hasta que el Príncipe derriba a empellones la puerta de la habitación, que no le-queda al leyente espacio de saborear la grandeza mo- ral de la víctima voluntaria, ni la del pobre leproso renun:

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