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— 272— (180) Es el nombre de una colina de Atenas, sobre la cual funcionaba un tribunal, cuya fundación se atribuía a la misma Minerva y al que llamaban «el consejo de arriba», para dife- renciarlo de otro que tenía sus reuniones en un palacio situado más abajo, sobre el Agora. Como San Pablo predicara en este último lugar acerca de Jesús y de su resurrección, rogáronle que subiera al Areópago a exponer aquella nueva doctrina. No sa- bemos que el Apéstol consiguiera la vez primera grandes re- sultados, pero conocemos por lo menos la conversión de uno de los jueces, Dionisio, y de una mujer llamada Damaris. Al pie de la colina y del lado del septentrión se ven todavía las ruinas de una iglesia dedicada al ilustre areopagita. Allí debió de es- tar situado en otro tiempo el templo y la gruta de las Euméni- des. Andando los años fué considerado como lugar de refugio de los esclavos, a quienes nadie podía arrancarlos de allí contra su voluntad. Al juez Dionisio, convertido por la predicación de Pablo, se le han atribuído las obras conocidas con el nombre de «Corpus Dionysiacum», que vieron por vez primera la luz en Constantinopla el año 532, pero que en modo alguno son producción del senador ateniense. (181) Los Areopagitica a que se refiere el poeta, fueron en- viados primero a Pipino el Breve por el Papa Pablo I, según la mayoría de los historiadores, y el segundo ejemplar (del cual hace mención Longfellow) se lo remitió a Ludovico Pío el emperador de Oriente Miguel el tartamudo en 827, precioso manuscrito que fué depositado en la abadía de Saint-Denis, situada a ocho kilómetros de París. En una interesante obra de Juan Mélia, «Chez les Chrétiens d'Orient», recientemente publi- cada (1929), acabo de leer la siguiente aseveración: «Aux pré- sents qu'il avait envoyés a Charlemagne, HAROUS-el-RAS- CHID avait joint un petit livre en grec: Les 0euvres de saint Denys V'Aréopagite» (pág. 12). Como el griego fuese a la sazón una lengua que contaba con muy pocos cultivadores, apresuróse el abad Hilduino a dar una traducción latina de la obra, mas puesto que salió la versión muy deficiente, encargó Carlos el Calvo a Juan Escoto lerugena hacer una nueva directamente del original recibido por Ludovico Pío, y ella fué la que pro- bablemente popularizó en las Galias el renombre de sapiente del filósofo irlandés. En el correr de los años, las dificultades de la lengua helena y de la metafísica del pseudo-Areopagita provocaron sucesivamente en Occidente nuevas traducciones la- tinas, las cuales, sea dicho en honor de la verdad, no han con- seguido eclipsar el prestigio y el crédito de la de Juan Escoto,
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