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-—— 268— (173) La rival italiana de Marsella en el Mediterráneo lle- gó a alcanzar en la Edad Media una sorprendente celebridad, viéndose ondear su pabellón en todos los puertos del mundo a la sazón conocido. De entonces acá se ha dado a conocer siem- pre por el espíritu emprendedor de sus marinos, y aún se glo- ría Génova de haber sido la patria de Cristóbal Colón, a pesar de los ponderados argumentos de quienes sostienen su proce- dencia ibérica. Lo que no podrá arrancarse a la monarquía es- pañola es el mérito de haber contribuído con barcos y dinero al descubrimiento del Nuevo Mundo, que quedó ya engarzado en la corona de Castilla por derecho de posesión. La influencia política de Génova no alcanzó las proporciones de la de Ve- necia. En el movimiento científico y literario quedó también muy por bajo de la reina del Adriático. En escritores y artistas le superan más de un pueblecillo de lombardía. Hasta el buen nombre de sus moradores deja que desear, si hemos de dar cré- dito a un antiguo proverbio: «Mar sin peces, montañas sin ar- bolado, hombres sin fe, mujeres sin vergiienza, he ahí Génova». El gran número de palacios edificados durante el largo tiempo de su prosperidad, las columnatas de mármol que embellecen la población, los jardines suspendidos al estilo oriental, le con- quistaron el sobrenombre de «Soberbia». Su celebrado Cemen- terio, no obstante la magnífica rotonda que le corona, su bos- que de mausoleos y sus incontables monumentos escultóricos, nos ha parecido siempre una cantera de mármol amontonado con muy poca estética y ninguna originalidad. ¡Con perdón de sus admiradores! Posee, en cambio, espléndidos Palacios; el antiguo de los Dux, el Real, el Pallavicini y otros, algunas iglesias aceptables y Museos dignos de visitación. Hoy es el primer puerto de Italia, habiendo eclipsado totalmente a Ve- necia que, añorando su pasada grandeza, continúa adormeci- da al arrullo de las mansas aguas del Adriático y al sonsonete tristón de las canciones de sus gondoleros. (174) El órgano de Santa Cecilia. He aquí una de las tra- diciones más arraigadas de la Cristiandad. Apenas acertamos a imaginar un cuadro de la ilustre dama romana, como no apa- rezca en el lienzo algún símbolo musical. Dolci nos la presen- ta con ambas manos sobre el teclado y profundamente recogi- da en la ejecución. Rafael la pinta con un órgano-flauta en las manos. Dominichino le coloca en la mano un violín, y hasta Gauthier, que la figura yacente sobre su piedra sepulcral, tie- ne buen cuidado de depositar a sus pies un laúd. Y no obstan- te nada sabemos que tenga que ver la música con Santa Cecilia.
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