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de los fieles, evitando de intento toda voz de alarma o sobre- salto, a fin de no despertar las adormiladas conciencias de tan- to cristiano convencional. Consta de XXVI capítulos, y esta dedicado al Papa León IX. Vamos a permitnnos la satisfac- ción de acotar unas palabras del Prólogo, para que el leyente se forme alguna idea de la robustez y virilidad de su estilo, el cual. como diría el simpático Domenico Giuliotti, «non puó chia- mar cigno un porco, ne lo sterco ambrosia»: «Heu! pudet di- cere, pudet tam turpe flagitium sacris auribus intimare; sed medicus horret virus plagarum, quis curabit adsihibere caute- rium? Si is, qui curaturus est, nauseat, quis ad incolumitatis statum pectora aegrota reducat? Vitium igitur contra naturam velut cancer ita serpit, ut sacrorum hominum ordinem attin- gat; et interdum ut cruenta bestia inter ovile Christi cum tan- tae libertatis saevit audacia, ut quampluribus multo salubrius fuerit in mundanae militiae jugo deprimi, quam sub religio- nis obtentu ta mlibere ferreo juri diabolcae tyrannidis man- cipari.» No nos decidimos a desnudar la cita de. su vestidura latina, en consideración a la fragilidad de ciertos espíritus asombradizos; mas quienes estuvieren capacitados de compren- derla en el original, se harán cargo de que no a humo de pajas apelaba el abad Ernesto, ante el espectáculo de sus desenvuel- tos monjes a los recios puyazos del escrito de San Pedro Da- mián. (143) Para sofrenar el entusiasmo de los detractores siste- máticos del claustro y alentar a los espiritus vacilantes, no queremos dejar-de citar las palabras de Echegaray en carta di- rigida a don Tomás: «Aquel gran Canciller de Castilla, Pedro López de Ayala, uno de los personajes que con más vivo color y acierto haya dibujado nuestro gran maestro Marcelino Me- néndez Pelayo, se lamenta de una manera formidable en su «Ri- mado de Palacio» de que la nave de San Pedro está en gran perdición «por los nuestros pecados et la nuestra ocasión». De donde no hemos de sacar el desastroso argumento de Boccaccio, sino la firme confianza en las promesas de nuestro Salvador Jesucristo, en su providencia sobre la Iglesia que El fundara. Y, aparte de esto, ¡qué solemnes figuras se levantan clamando por la reforma, hombres de santidad como £an Pedro Damia- no, Gersón, Vicente Ferrer y tantos otros que son una buena prueba de esa vitalidad estupenda, de nuestra Religión !... Siem- pre he creído que algunos «escrupulosos», cuya rigidez sólo es ignorancia, temperamento y no virtud, lean con horror ciertas cosas. Ignoran hasta el «arte de ignorar». Jamás la Iglesia ha
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