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ticular. El demonio se cuidó de hacer lo demás. Y cuando Ful- berto se enteró de lo que sucedía en su misma casa, ya los nombres de Abelardo y Eloisa andaban de boca en boca en 1:- vianas coplas, siempre apetitosas para gente moza, pero que cuando caen al alcance de estudiantes y terciaá en ellas el nom- bre de su maestro, saben comúnmente a miel. Al desencade- narse la tempestad, abandonó Eloisa el techo hospitalario de su tío, hizo éste cuanto pudo por arreglar las cosas de suerte que quedara disimulado el entuerto y, cuando vió fracasadas una tras otra todas sus tentativas, cuentan haberse vengado del des- graciado Pedro Abelardo consiguiendo que unos esbirros st:- yos le mutilaran sin piedad. Nada ya nos dice de Fulberto la historia, y aun por ventura no constara su nombre en los ana- les de la humanidad, «sino como tío de su desventurada sobrina, cuya memoria perdurará mientras haya quienes visiten el ce- menterio de Pére Lachaise de París, donde se levanta el suntuo- so mausoleo gótico de Lenoir, tumba apócrifa, a pesar del pe- renne testimonio del epitafio sepulcral. (140) Es el patrón de los plateros y joyeros. Era forjador y trabajaba en toda clase de metales. Nació de ilustre prosapia en 918, según unos, y en 925 según otros, recibiendo educación esmeradísima, como correspondía a su linaje. Llegado a la cor- te, favorecióle el Rey con grandes distinciones, lo cual dió ori- gen a intrigas palaciegas que al cabo le acarrearon la desgra- cia del monarca. Ordenóse de sacerdote, y, desengañado del mundo, se retiró a una celdilla labrada en las cercanías de la iglesia de Glastonbury, donde se entregaba a los trabajos ma- nuales, en los ratos que le dejaban libres los rezos y la ora- ción. En esta celda, según nos cuenta su biógrafo Osbern, mon- je de Cantorbery, fué donde se le presentó el demonio en cier- ta coyuntura para encomendarle un trabajo. Puso Dunstano ma- nos a la obra, sin sospechar quién fuera el que se la pedía, mientras el parroquiano le distraía con su conversación; mas como éste pasara a hablar de cosas frívolas y aun llegara a ofen- der sus principios religiosos, conoció el santo que se trataba del diablo, y tomando unas tenazas candentes, cogióle por la nariz y lo tuvo muy sujeto contra la pared hasta que desapa- reció. Todos los vecinos de Glastonbury se dieron cuenta de los gritos del demonio atenazado, el cual no cesaba de increpar a Dunstano llamándole ¡calvo! Hacia el año 961 fué designado para la silla arzobispal de Cantorbery, trabajó con gran empe- ño en la reforma del clero secular y regular, y murió santamen- te a los sesenta y cuatro o setenta años de edad. 052 rl a O
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