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a 244— abad de Cluny, le llama «el Sócrates de las Galias, el Platón de Occidente, nuestro Aristóteles, príncipe de la ciencia, inge- nio sutil, penetrante, multitorme.» Entre sus discípulos rec1- bió a Eloisa, sobrina de un canónigo de Nuestra Señora de París, una de las doncellas más privilegiadas que registran los anales de la historia universal. Ambas almas se comprendie- ron, se fusionaron y llegaron pronto hasta el epílogo en la ca- rrera del amor. Las persecuciones les obligaron 'a separarse, ella tomó el velo de religiosa, fué nombrada priora de Argen- teuil, más tarde abadesa del Paracleto, siendo ¿toda su vida modelo de observancia y devoción, y muriendo en olor de san- tidad. Abelardo se acogió al claustro, fundó un monasterio don- de se le unieron más de tres mil monjes, fué elegido por una- nimidad abad de San Gildas de Ruys, cuyos moradores vivían más bieu como bandoleros que como religiosos ; denunciado como heterodoxo por el gran San Bernardo, abjuró al cabo de sus doctrinas, asegurando que jamás había querido separarse de las enseñanzas de la Iglesia, y retiróse definitivamente a Cluny, donde vivió ya poco, siendo la edificación de todos aque- llos monjes y acabando su vida accidentada con la muerte de los santos. Sus cenizas descansan junto a las de Eloísa. Ambos permanecieron fieles durante toda su existencia al primer amor, Pedro el Venerable no quiso negarles el lúgubre consuelo de yacer juntos en la misma sepultura. «Hermoso derecho de la santidad, dice a este propósito un hijo ilustre del Císter, es mos- trarse llena de tierna compasión por los dolores, de las almas de- licadas, aun cuando esos dolores se apeguen demasiado a la tierra.» Cubramos la tumba de aquellos dos infelices amantes con el velo protector de nuestra compasión y no nos rasguemos las vestiduras farisáicamente ante las flaquezas ajenas, cuando por ventura no sabríamos nosotros expiar las propias con pe- nitencia tan ejemplar. Tout comprendre, c'est tout pardonner. (139) Fulberto era canónigo de Nuestra Señora de París, y generalmente considerado por su ciencia y austeridad. Como su sobrina Eloísa hubiese, durante el tiempo de educación en el convento de Argenteuil, dado muestras de entendimiento pri- vilegiado, siendo tenida a los dieciocho años como la maravilla de su siglo, decidió Fulberto consagrarla de lleno al estudio, comenzando por llevarla a oir las lecciones de les más sobresal:en- tes doctores de aquellos días, entre los que descollaba Pedro Abelardo, de gallarda figura y belleza singular. El canónigo in- currió en la candidez de hospedar en su propio domicilio al joven doctor, con el fin de que diera a la doncella lección pat-

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