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Su 243 aa tios al contacto de los pueblos tenidos entonces por monopoliz zadores de la civilización. Conocidas son de todos las severas disposiciones dadas por Genserico sobre la pública moralidad, y la presentación que Salviano hace de los Vándalos, antepo- niendo sus costumbres a las de los romanos y comparándolos ai oso por la parquedad de su alimentación. (137) La abadía de San Gildas, cuyo origen data de la épo- ca merovingia, estaba edificada al sur de Vannes, en uno de los promontorios que se extienden junto a las lagunas del Océano morbihanés (en la Bretaña francesa). Suspendida cual nido de águila en tajadas peñas, tenía aspecto siniestro, como el de una guarida de malhechores. Sus moradores habían ya perdido todo contacto con las gentes de la comarca, y éstas evitaban llegarse a sus cercanías por temor de encontrarse en el yermo con al- guno de aquellos monjes de feroz catadura. El interior del edi- ficio presentaba todos los caracteres de la decrepitud: las pare- des habían comenzado a cuartearse, y por los claustros y hasta en el santuario había hecho la hierba su aparición. Una vein- tena de monjes residían en aquel ruinoso edificio, dedicados de lleno a la caza y a la pesca, cuando no a saltear los viajeros o las aldeas vecinas, para invertir el importe del merodeo en or- gías que no decían bien con su apariencia monacal, En este estado de cosas, eligieron aquellos vividores a Abelardo abad del monasterio por unanimidad, y aun cuando este ilustre varón había oído hablar algo de aquella lamentable situación, cayóse- le el alma a los pies al llegar a aquel convento que por la ca- lamidad de los tiempos se había convertido en centro de hara- ONPE ¿nt ganería y liviandad. Como quisiera poner las cosas en orden, un murmullo general ahogó su voz. Aquellos monjes perversos no habían decidido votarle como reiormador, sino como cóm- plice de sus fechorías. Intentó alguna vez insinuar que iba a empuñar la vara del rigor, pero no vacilaron aquellos bando- leros forrados de monje en sofrenar la amenaza de Abelardo RA con otra de más funestas consecuencias para él. «¡Cuántas ve- ces, nos cuenta el abad, intentaron los desdichados envenenar- me, como otros monjes a San Benito, mezclando un tósigo con el vino destinado a la consagración l» Se siente el ánimo opri- mido al ver a qué estado de desmoralización y bandolerismo vi- no a parar en el curso de seis centurias aquel monasterio que fundara San Gildas «el Sabio» con tantas ilusiones de recogi- miento y oración. Corruptio optimi pessima! (138) Abelardo es uno de los personajes más interesantes del siglo XII. En el epitafio que le dedicó Pedro el Venerable,
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