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donde puede notar el lector que hemos subrayado los vétsos gue ofrecen alguna variación. (134) No hay por qué escandalizarse de las escenas de bo- dega que se imagina el poeta en el monasterio de Hirsau. A raiz de la muerte de Guillermo, verdadero reformador de dicha comunidad, contaba la Orden de Cluny con diez mil monjes, poseía la abadía central la iglesia más espaciosa del mundo, sus abades estaban autorizados a desempeñar tunciones de cardenal, viajaban con un séquito que podía a las veces eclip- sar al de los más poderosos monarcas, y Bernardo de Claraval asegura haber visto a un abad «llevando tras sí una escolta de más de sesenta caballos». Cluny, que había sido modelo de vida claustral y cuya fama de austeridad atrajo al mismo Gre: gorio VII, que acudió al célebre monasterio para madurar sus grandes ideas de reforma eclesiástica, decayó de su primitiva observancia por «el exceso de poder y de riqueza, por el or- gullo de su abad y por la desunión de los monjes» (Baudri- Mart). Por causas parecidas se introdujo en otras colonias imc- nacales una manifiesta relajación. A ello contribuía también poderosamente en Alemania la actitud irrespetuosa y rebelde de los poderes civiles frente a la Iglesia, que mermaba el as- cendiente de la Santa Sede sobre aquella porción de la cris- tiandad, habiendo de sufrir de rechazo sus consecuencias la vida claustral. En 1091 descendía al sepulcro el abad Guiller- mo de San Emmeran, dejando a su sucesor Gebhardo una co- munidad floreciente y ejemplar, y siglo y medio más tarde nos presentan las crónicas al abad Ernesto (de quien hace mención el poeta) entregado en cuerpo y álma a los asuntos seculares. y teniendo de todo en todo abandonado el gobierno de los monjes, los cuales iban de mal en Peor. No es, pues, cosa de maravilla que aquellos hombres sin disciplina, y aun por ventura admitidos al hábito sin tener vocación, préfiriesén el mundo al claustro, la bodega al coro y los juegos de azar a los libros de rezo, y que sobre el sefulcro mismo Jel gran re- formador de Hirsau se desarrollasen escenas fan poco edifi- cantes como la de la orgía nocturna descrita por Longfellow. Para fortuna nuestra, VPenviat del Altissim sempre arriba quan Sos aussilis més servey nos fam, que cantó-el autor del «Canigó», y a la sazón envió Dios a la escena del imundo al austero Bernardo de Claraval, el cual 16

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