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) O» O» ha servido de tema para el desarrollo novelesco de las Acta Pau- li et Teclae. San Jerónimo habla ya de dicha novela en 392, considerando tales actas como escrituras apócrifas, y Tertulia- no, que escribía a fines del siglo II, atestigua ya la existencia de dicha obra, cuya composición parece relegarla a la época de Trajano (98-117). Sin embargo, no es tan categórico el sentir del Dr. Karl Holzhey en su trabajo Die Thekla-Akten, y nue- vas orientaciones pudieran introducir importantes retoques en la relación existente entre la leyenda de Santa Tecla, la ter- cera carta a los Corintios y el martirio del Apóstol de las Gen- tes. La crítica histórica acostumbra hilar muy delgado y tal o cual descubrimiento imprevisto pudiera mañana u otro día ha- cernos pensar. del revés. (125) Este Teodosio es conocido con el nombre de «el Ce- nobiarca». Nació en 423 y murió a los ciento cinco años. Por consejo de Simeón Estilita, a quien fué a visitar atraído por la fama de su santidad, dejó su cátedra de Escritura Sagrada y se retiró a una cueva en las cercanías de Belén, donde más tarde tuvo que edificar un espacioso monasterio por el gran número de discípulos que acudían a vivir bajo su dirección. Se dice haber escrito los cuatro Evangelios en letras de oro y a esa tradición hace referencia el poeta por boca de Fray Pa- cífico. (126) Queremos suponer que el poeta se refiere al más cé- lebre de los Ulricos, el nacido en Ratisbona hacia el primer tercio del siglo XI, y que andando el tiempo (1052) llamó a las puertas del monasterio de Cluny, llegando a ser más tarde abad de la nueva fundación de Celle, enel bosque Negro. En uno de sus viajes se detuvo en el monasterio de Hirsau, siendo abad del mismo el gran Guillermo (de quien hallará el lector noti- cias en otro lugar de estas notas), y a petición de éste escri- bió su obra «Antiquiores consuetudines Cluniacensis monaste- tii», que había de servir de guía y norma a tantos monaste- rios de Alemania, en los cuales gozaba el de Cluny de un pres- tigio sin igual. Es un manual curiosísimo para el .conocimien- to- de las costumbres monacales medioevales, sobre todo para el sistema penitenciario vigente a la sazón que hoy se nos an- tojaría por ventura algo inquisitorial. Si la falta del monje había sido pública, se le castigaba con azotes propinados en medio de la plaza, previamente convocado el vecindario, pues ningún” monasterio se creía entonces deshonrado por las caí- das de sus religiosos, sino cuando éstas se amparaban en la impunidad. Conste, en descargo de nuestra conciencia, haber-

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