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— 229 — calidad. La prueba está en que, cuando en Alemania se quiere echar la casa por la ventana, se presenta en la mesa el Mála- ga o algún otro de su talle, y hasta las señoritas más comedi- das se ponen tan «monas» (con no ser la belleza distintivo de la mujer alemana) que es cosa de acompañarlas a domicilio en atención a su seguridad personal. Pero sostienen los alema- nes que «sólo el tudesco sabe beber vino», y aunque se nos an- toja muy exagerado eso de querer monopolizar el oficio de ca- tador, digamos en honor a la verdad que todavía continúa esa raza eminentemente potativa dando la razón al antiguo dicho castellano: «beber como un tudesco», (117) Si en todas las congregaciones religiosas se tiene cuidado especial del silencio evangélico, entre los cenobitas de San Bruno se atiende a su cultivo de un modo particular. Sólo los domingos y días de fiesta, y durante el paseo semanal, se les tolera el quebrantamiento del silencio, y en algunas comu» nidades-ni aun siquiera se permiten ese modesto lujo de ex- pansión fraternal. Como visitara en cierta coyuntura un mo- narca español, la célebre Cartuja de Miratlores, en cuya igle- sia se venera una escultura del santo fundador tan hábilmente ejecutada que parece ser viviente, paróse un cortesano de la comitiva a contemplarla y cifró al cabo en esta frase su ad- miración: «¡ No le falta sino hablarl» Hubo de oirlo por casuali- dad el monarca, y respondió incontinente: «¡No habla porque es Cartujo!» Y lejos de hacer este retraimiento a los solitarios insociables, cuantas veces tuve oportunidad de hablar con ellos, tropecé con individuos de cortesía exquisita y adamada, hija legítima de la verdadera caridad. La sonrisa del Cartujo tiene reflejos de alma serena y alegría celestial. ¡La encantadora pers- pectiva del Kónigsee cuando desde el cenit consiguen besario los rayos del sol! (118) Se cuenta que durante los siglos medios, los Judíos erucificaron despiadadamente en Pacharach a un niño llamado Werner. En las murallas de la ciudad y junto al río, puede verse todavía una capilla construída en memoria del martiri- zado chiquillo. Hugo de Lincoln y Guillermo de Norwich, son también dos muestras más de semejante acto de barbarie. Cuen- ta, en efécto, Mateo de París, que en 1255 los judíos de Lin- coln robaron un niño de ocho añós de edad, llamado Hugo, lo crucificaron y arrojaron su cadáver a una sima. Dieciocho de los hebreos más opulentos de la ciudad pagaron con la ca- beza la intervención en el asesinato, y el martirizado recibió pomposa sepultura. Igual suerte cupo a Guillermo de Nor- a ES IET Dd De a aTD A ricino e

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