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en el Señor, costumbre que todavía se conserva en algunos pun tos de España, como lo hemos podido comprobar en la ciudad de Orduña, acaso una de las poblaciones menos contagiadas de la cursilería de ese modernismo de baratija que viene agostan- do una tras otra tantas tradiciones populares, saturadas de poe- sía, para sustituirlas por el prosaísmo de la realidad. El cielo nos libre de alcanzar una edad en que ni las criaturas coloquen sus zapatitos la víspera de Reyes en ventanas y balcones, ni los muchachos se ilusionen por la hoguera de San Juan, ni los mozos se disputen el honor de vestirse de soldado romano o de prender fuego al Judas de paja la mañana de Resurrección, mi los ancianos acierten a endulzar la melancolía de la vejez con- tando a los nietecicos las mil leyendas que nos legaron las pasadas generaciones. (65) Es el nombre más adecuado para el ángel que lanzó el grito de desobediencia contra el Criador. «Postrarnos ante uno, le hace decir Milton en El Paraíso Perdido, era demasia do: ¡cuán duro no debe sernos este doble culto (del Padre y del Hijo) ofrecido no sólo al que es superior, sino al que ncs dice ahora ser su imagen!». Y Satán consiguió contagiar de rebelión a «un ejército más innumerable que las estrellas de la noche o las matutinas gotas de rocío que, como relucientes per- las, engasta el sol en las plantas y en las flores». Y el Arcán- gel San Miguel enarboló la bandera de los espíritus fieles al Rey de la Creación, escogió por santo y seña de sus falanges el «¿Quién como Dios ?», y arremetió contra el cabecilla de los rebeldes y sus secuaces, acabando por aherrojarlos en aquella lóbrega mansión sobre cuya entrada había de estampar andan- do el tiempo el autor de la Divina Comedia el epitafio de la desesperación. ¡Ní aun siquiera les queda el consuelo de dis- Írutar de los oscilantes y tenues reflejos de esa lucecilla que, como la lámpara del santuario en noche oscura, divisa el opti- mismo humano hasta en las más tenebrosas tempestades de la existencia. (66) Es un Estado del centro de Alemania, cuya capital es Weimar. En el curso de la historia, ha tomado parte muy im- portante en el desarrollo de la vida cultural germánica. Bas- taría recordar para convencernos de ello el nombre del castillo de Wartburgo, saturado de recuerdos históricos y legendarios: Atila y Crimilda, Isabel de Hungría, los torneos poéticos de los «minnesingers», Wolfram von Eschenbach, componiendo s:1 «Parsival»; sin olvidarnos de las Universidades de Erfurt y Jena, ni de Juan Sebastián Bach, el coloso de Eisenach, Ja
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