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«- 200— Pues si queréis hallarle, yo os lo mostraré. Instruyóla en las verdades de la fe, y ella consagró después su vida a Jesús en el retiro claustral. Cuando hubo llegado la hora de dejar este mundo, salióle al encuentro El mismo que le guiara a las puer- tas del convento, y tomándole de la mano, le dijo con voz tan melodiosa que fué bastante a quebrar aquella naturaleza ya consumida por el amor: «Te dije que esperaras hasta mi vuelta. Aquí me tienes, para llevarte al reino de mi Padre.» Sonrióse la hija del Sultán, acercáronse las religiosas presentes pa- ra informarse de la causa de aquella alegría ultraterrena, pero... la sultanita era ya cadáver. Su alma había volado a aquel jar- dín cuyas flores no se marchitan jamás. (49 bis) Aun cuando no hayamos podido confirmar perso- nalmente esta costumbre de colocar las manos una criatura en las de la persona mayor que le narra algún cuento o leyenda, costumbre atribuída a algunos pueblos septentrionales, nos ase- gura el traductor del poema de Longfellow haber oído de la- bios de un sajón la existencia de semejante práctica aun en la actualidad. La 'verdad es que resulta muy natural y corriente aún entre los niños de nuestras latitudes situarse frente a fren- te de sus madres, sentados en silleta proporcional a su dimi- nuta estatura, y colocar las manos en el regazo materno, para entablar con ellas esas interesantes conversaciones en que el infante no se cansa de preguntar ni su madre de responder, De donde nada tiene de sorprendente la invitación del Príncipe En- rique a Elsa, en el momento «en que ésta se dispone a relatar la encantadora leyenda de Jesucristo y la hija del Sultán; ac- titud que extrañaría por ventura a más de' un lector, de no que- dar de todo en todo justificada con la susodicha aclaración. (50) Aldeano en cuya compañía fué a vivir el Príncipe Enrique de Hoheneck, cuando se vió atacado de la lepra. Era uno de los vasallos del Príncipe. La hija del labrador, Elsa, se ofreció voluntariamente a sacrificar su vida por la curación de su señor, el cual le escogió para esposa suya, habiéndose li- brado «milagrosamente» del mal. Según una de las versaciones, Enrique de Hoheneck quedó curado tan pronto como la mucha- cha hizo la oferta espontánea de la propia existencia. (51) ¿Quién no conoce el cuentecillo infantil? Ahí anda en compañía de «El Pulgarcito» y otras narraciones de su misma laya, haciendo las delicias de todos los rapazuelos, apenas de- jan de la mano el biberón. Acaso sea una de tantas anónimas producciones populares que, a cambio de su orfandad, ha ha- ilado acogida benévola en todas las literaturas. La encontramos

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