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(48) Esta santa vivía en Cesarea hacia fines del siglo II. Como el prefecto Apricio la condenara a muerte por su cons tancia en confesar la Fe y la condujesen ya al lugar del su- plicio, un abogado gentil llamado Teófilo, pidió por vent:.ra la doncella en son de mofa que, cuando llegase al jardín de su Esposo Jesucristo, le mandara algunas flores y manzanas, a lo cual la santa galantemente accedió. Llegados al sitio destinado para la ejecución, pidió Dorotea a los verdugos unos minutos de descanso, aprovechándolos para dirigir al cielo una ple- garia por sus enemigos, y de: modo especial por Teófilo. No ha- bía terminado su oración, cuando se le apareció un niño lin- dísimo con tres rosas y otras tantas manzanas colocadas sobre un lienzo. Comprendiendo la santa el alcance del milagro, en- cargó al celestial infante que se las llevara a Teófilo, a cuya presencia llegó. cuando el legisperito se hallaba en compañía de unos amigos a quienes refería lo sucedido con la valerosa cristiana. La sola vista de flores y frutas de tan sorprendente lozanía en el rigor del invierno, bastó para que el Abogado abra- zara el Cristianismo, haciéndose además acreedor a la corona del martirio con la intrépida confesión de la divinidad de Je- sucristo, el crucificado de Jerusalén. (49) Esta conocida leyenda oriental, tan lindamente r producida por el P. Baravalle en italiano, de donde la tradujo al idioma de Castilla el P. Eiján, se encuentra entre los can- tos holandeses citados por César Cantú. Puesto que nuestro poeta no quiso utilizar sino la primera parte de la leyenda, va- mos a transcribir la segunda, en la seguridad de que nos lo habrá de agradecer el lector. Como la hija del Sultán camina- ra en compañía de Jesús a través de campos y praderas, Mega- ron por ventura a un convento solitario, donde el guía mani- festó deseos de entrar, dejando en la puerta a la doncella, lo cual contrarió grandemente a ésta y se lo declaró a Jesús con toda ingenuidad. «Aguárdame aquí», recibió por toda contesta- ción. La sultanita obedeció, entregándose a amargo llanto tan pronto como le perdió de vista. Transcurrió el día y sobrevi- no la noche. Decidióse la muchacha a llamar a la puerta del convento y salió el guardián, quedando sorprendido de la be- lleza y majestad de la hija del Sultán. Preguntóle ésta por el visitante, respondió el buen fraile no haber sabido que nadie entrara en el claustro, insistió la doncella, quiso saber el re- ligioso las señas del misterioso personaje y al escuchar las que le daba su interlocutora, respondió de pronto: «Ese no puede ser sino Jesús, nuestro Señor.» «¡El es, él es!», repuso ella. A a coa A A E A

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