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a iglesia griega cuenta a su vez con otros cuatro: Gregorio Na- cianceno, Atanasio, Basilio y Crisóstomo. (45) Era una suerte de Paraíso a donde iban las almas de los muertos que hubiesen vivido a satisfacción de los dioses. Una sola vez hace Homefo mención de la morada feliz de un difunto, aunque prescindiendo en absoluto del orden moral; ya que, no por bueno y honesto, sino por yerno de Zeus, será Menelao trasladado a los Campos Elíseos, sin pasar antes por las garras de la muerte, conforme se lo anuncia Proteo: cam- pos situados en los confines de la Tierra donde reside el rubio Radamanto. «La vida, dice el poeta, es allí muy dulce a los hombres: nada de nieve, ni de invierno, ni de lluvias; mas de continuo sopla suave el céfiro para refrescamiento de sus moradores.» Hasta las falsas religiones han vislumbrado la felicidad de la otra vida, pero sólo el Evangelio ha sabido in- poner una vida virtuosa como condición necesaria para una eternidad feliz. (46) La hija de Gottlieb, aldeano de Baviera. Como los galenos asegurasen al Príncipe de Hoheneck la imposibilidad de su curación, a menos que una doncella virgen e impoluta se aviniese a cederle su propia sangre, Elsa no vaciló en ser la heroína de aquella curación, apenas se enteró del pronósti- co de la ciencia. Acompañó al leproso a Salerno, pero sea debi- do al ejercicio de la jornada, a la excitación consiguiente, a milagro o a algún encanto que la leyenda no precisa, es lo cierto que quedó Enrique repentinamente curado, y al entrar en compañía de Elsa en la catedral, fué para convertirla en Lady Alicia, Princesa de Hoheneck. (47) Indudablemente habla el poeta de la patrona de los músicos. Cuenta la leyenda que cierto ángel se enamoró de la santa por sus maravillosas dotes musicales, y atraído segura- mente del deseo de escuchar los conciertos con que amenjzaba sus veladas, le traía todas las noches gentiles y frescas rosas del paraíso. En una de estas periódicas visitas vió por ventu- ra al ángel el marido de la noble romana, llevóle aquel espec- táculo a abrazar la religión de Cristo, y luego recibieron él y la bella Cecilia de manos del mismo ángel la corona del marti- rio que por orden del prefecto Almaquio habían de padecer. El marido de Cecilia se llamaba Valeriano. Y la historia está con- forme en atribuir la conversión del patricio romano a la vista del enviado celeste que estaba encargado de atender a la con- servación de la virginidad de su santa esposa, a quien Valeria- no no osó de consiguiente ya tocar,

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