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—_— 190 — los turistas. Posee muchos castillos, algunos en ruinas. Es muy rico en leyendas, figurando en «El Anillo de Nibelungo». En la aldea de Odenheim, situada delante de Odenwald, mana to- davía la fuente donde Hagen mató a traición de una lanzada al valeroso Sigfredo, el héroe de Niderland. Y en esa misma aldea fundó el Arzobispo de Tréveris, hacia 1123, un monas- terio benedictino, cuyo primer Abad fué Eberardo, monje de Hirsau, monasterio que quedó reducido a cenizas en 1525 merced a la fiebre destructora de los campesinos revoluciona- rios. ¡Otro de tantos méritos de la erróneamente llamada Re- forma! (42) Es otra de las más lindas leyendas que ha encontrado acogida en todas las literaturas, con variantes sin importan- cia que. en nada disminuyen la belleza del tema fundamental. Para los unos, como C. W. Miiller, autor de «Der Mónch zu Heisterbach» (abadía cisterciense de la diócesis de Colonia) el monje invierte 300 años en la meditación del texto: «Mille an- ni ante oculos tuos tanquam dies hesterna quae praeteriit», y al volverse al toque de la campana de vísperas, encuentra su si- tio coral ocupado por otro. Para otros, como Freiherr Gaudy, pasa el monje mil años oyendo el canto del pajarillo, vuelve al claustro al percibir la llamada de la campana, y halla tapiada la puerta de su celda cuando en ella trata de entrar. Según Fr. Kind. fué el Bibliotecario del Monasterio, quien se distrajo du- rante 300 años escuchando al pájaro cantor. En la leyenda de Leire, tan lindamente narrada por Iturralde y Suit, fué su Abad san Virilla el que, agobiado por la tentación de haber de abu- rrirse necesariamente en el cielo al cabo de una duración eter- na, acude a la selva para meditar el mismo versículo que el monje de Heisterbach, oye por ventura los gorjeos de alguna avecilla y transcurren 3oo años antes de volver a la realidad. Sería cosa de nunca acabar. La leyenda de Miiller se nos antoja menos poética, porque nos presenta al monje vagando por el bosque en la meditación del salmo, atribuído por el poe- ta equivocadamente a San Pedro Apóstol, sin qre ni el mur- mullo de la fuentecilla vecina, ni la sombra cariñosa de los co- pudos árboles, ni el canto del pajarillo acudan a embellecer la narración. A nuestro entender, la de San Virilla encierra mayof dosis de ascetismo que las demás congéneres, porque introduce en escena la tentación y las precauciones del abad por recha- zarla, acudiendo a la soledad del bosque para acercarse más a Dios. Parecida es la leyenda de la Bella Durmiente. Una castella-

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