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— 181— e distancia de Bingen, río abajo, y a una altura de ochen- hora d ta metros sobre el nivel del agua. Sus orígenes nos son de todo en todo desconocidos, pero su nombre suena ya en 1279. Aun cuando tenía bien probada la resistencia de sis murallas en re- petidos asaltos, un ejército francés las redujo a cenizas en 1689. Se le considera como a uno de los Castillos más hermosos de los tiempos medioevales, y su nuevo propietario tuvo ei buen gusto de reconstruir con la más grande aproximación posible de la realidad las dependencias primitivas, entre las cuales figuran el «Pallas», las Torres almenadas, la atalaya con campanas, la cocina y el aljibe. Posee, además, una buena colección de armas y de antigiiedades. Es necesario visitar uno de esos restos del feudalismo, posado sobre el pico de una roca inaccesible, para formarse alguna idea del indomable espíritu de independencia caballeresca: con solo retirar el puente levadizo, quedaban los castellanos como suspensos en el espacio y quien se propusiera llegarse hasta ellos había de trasponer una sima sin fondo, en el centro de la cual se alza aquella masa rocosa, con la que pa- rece formar un solo cuerpo la fortaleza feudal. (13) Los griegos llamaban Hesperia los países que, como Es- paña e Italia, estaban al occidente. Para los antiguos venía a significar el extremo occidental del planeta, y como las Islas Ca- narias fueran consideradas durante muchas centurias como el límite del mundo por poniente, de ahí que se situase en dicho archipiélago el jardín de las Hespérides; nombre que proviene de Héspero (estrella vespertina) que estaba encargado en unión de las hijas de Atlas (Atlántidas) de la guarda de las manza- nas de oro que la Tierra regaló a Juno al casarse ésta con Júpi- ter, y que Hércules consiguió conquistar, matando al dragón asociado a la custodia de los dorados frutos. No sabemos a pun- to fijo cuál fuera la especialidad del perfume cuyo aroma pon- dera el poeta. ¡Si ya no es por aquello de ser «jardín de las Hespérides» 1 (14) El lector despierto puede ver que este monólogo está saturado del desaliento consiguiente a la circunstancia de ser víctima de una enfermedad incurable. Las frases son incisivas, entrecortadas y con ribetes de exclamación. Parece una cabalga- ta de ideas deshilvanadas que cruzan por la mente calenturienta de un enfermo que no consigue reconciliar el sueño reparador. Es a nuestro entender un monólogo magistral que no habría te- nido inconveniente en firmar el dramaturgo inglés. Las postre- ras frases de desesperación en las que invoca «la tranquilidad del sueño eterno», preparan el ánimo para la llegada de Lucifer,

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