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— 173= y murió en Génova en 1298, habiendo pertenecido a la Orden de Santo Domingo desde 1254, donde se distinguió por su piedad y ciencia, regentó la cátedra de Escritura y ocupó los cargos de Prior y Provincial. Asistió más tarde a los Conci- lios de Lucca y Ferrara, fué luego promovido a la sita episco- pal de Génova, en cuyo gobierno dió manifiestas pruebas de haber sido acertada la elección, logró en 1295 concluir una paz entre giielfos y gibelinos y no puso las manos en asunto al- guno que no fuera para bien. Su celebridad mayor la debe au una «Vida de los Santos», la cual llegó a hacerse muy popu- lar con el mote de «Leyenda Aurea», deducido sin duda del tí- tulo de la obra escrita en latín: «Historia Lombardina seu le- genda sancta». Claro está que ni todo cuanto se narra en aque- llas Liografías merece honores de historia, ni muchas de las cosas en ella contenidas se hacen acreedoras al pomposo cali ficativo de «Leyenda Santa», y menos todavía «Aurea». Sin embargo, como para juzgar una obra de época pasada debe- mos colocarnos en el ambiente local del autor, a menos de ex- ponernos a cometer una evidente injusticia o tomar el rábano por las hojas, resultan excusables las patrañas sin cuento atri- buídas a muchos santos, si se tiene en cuenta el espíritu sen- cillo de los tiempos medioevales y su propensión a la creduli- dad, particularmente cuando se mezclaba un suceso cualquie- ra con salpicaduras de ultratumba o misterios de nuestra reli- gión. Y puesto que el autor de la «Historia Lombardina» por ventura no tuvo presente sino la edificación de sus leyentes, y en achaque de crítica histórica no se hilaba muy delgado en- tonces, ni aun siquiera muchos siglos más tarde, bien se le puede perdonar que trasegara a su libro las más absurdas le- yendas en gracia a su rectitud de intención. Al fin de cuentas, no tendríamos necesidad de hurgar ahincadamente en nuestras bibliotecas para tropezar con obras de Historia escritas seis si- glos después, cuyo contenido es acaso tan deficiente como el de la «Legenda Sancta» en cuanto a la depuración de loa he- chos, estando el escritor muy lejos de conceptuar por ello de legendaria su sarración. (4) «El poema de Longfellow, escribía D. Carmelo al señor Gillín, es un poema verdaderamente místico que ha de Jecrse con muy buen espíritu, y no vacío el lector de aquella erudi- ción necesaria para el buen entender de esta clase de literatu- ra elevada. El mismo Fausto de Goethe tiene menos interés religioso que el de nuestro poeta americano: lo wvíve, lo siente y lo escribe en el ambiente medioeval. Es diabólico, por uno

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