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pág VESO EV CENTENARIO 109 poder, con todo muestro corazón, pero si se nos prohibe ofenderle nunca, no nos está vedado amarle siempre. Dios sólo nos obliga a amarle más que a todo lo del mundo sin excepción, a tener su amor en mayor estima y en más alto pre- cio que todo lo demás. No nos prohibe las demás afecciones, mi tampoco llorar su pérdida. El vasallo ama a su señor, lo cual no le impide querer a un com- pañero y aun le afectará más la muerte de éste que la de su señor ; y sin em- bargo, estima más la amistad de su señor que la de su compañero, pone los mayores cuidados en conservarla, teme más verse privado de ella y si no tu- viese otro remedio que escoger, antes prefiriría disgustar a su compañero que a su señor. Así sucede con el amor de Dios y el de uestros semejantes. Aquel que hace bastante caso del primero para sacrificarle cualquiera afección hu- mana ama verdaderamente a Dios sobre todas las cosas y cumple la ley.» Para terminar, pues esta exposición de doctrina para ser completa debía repetir o insertar aquí las cien meditaciones, citaremos la medita- ción 34 que dió a San Francisco de Sales la idea de la célebre alegoría de la estatua. Dice Fr. Diego de Estella: «Es contrario a la naturaleza no amar a ese Dios Creador y Providencial, El bruto se muestra agradecido al beneficio, únicamente el hombre rehusa a su Dueño la obediencia y el amor ; sólo la criatura racional tiene el ominoso privilegio de revolverse contra su Dios. Ha nacido para mandar a las bestias y éstas le enseñan su deber de amor y gratitud. ¡Oh hombre! sé discípulo de las bestias, tú que fuiste creado señor de ellas. ¿Qué digo? La misma natu- raleza inanimada se lo indica. Si un pintor hubiese trazado en la tela una figura hermosísima a la que hubiese podido comunicar vida y sentimiento para verse y conocer a su autor, ¿cuánto mo le amaría aquella figura? ¿Qué hará sino bendecir, glorificar y honrar a aquel que la hubiese hecho tan bella, tan admirable y admirada? ¿No pasaría día y noche ocupada en darle gra- cias? ¿Y tú, alma mía, que no sólo 'eres obra de un pintor maravilloso, sino su propia imagen, no le bendecirás y amarás sin cesar? Es tu más fiel amigo, tu libertador, tu amparo, tu último fin y como el pan que te dará hartura ; es la belleza incorruptible, eterna, belleza que no se extingue como la flor eft- mera de la hermosura terrestre. Es la bondad, el soberano bien; y si el bien es el objeto de la voluntad, ¿por qué mi corazón no te amaría con todas sus fuerzas?» Véase la tesis final digna de Platón y sostenida por Sócrates, en el Gor- gías, contra Polus: Cuando amamos el mal no lo amamos como tal, sino porque viene encubierto bajo la capa del bien para el que hemos nacido, pues si no se escondiese bajo el disfraz del bien, no seduciría nuestra volun- tad que se apartaría de él con horror. Pero Dios es el bien por esencia ; su bondad no hace excepciones y hace salir el sol sobre justos e injustos. Sintió piedad del ladrón en la cfuz, no despreció a la pecadora abrazada
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