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po — 559 a. da su papeleta, empezando por el decano toma la suya con dos dedos solamente, la levanta de mo- do que puedan verla todos los asistentes, se dirige hacía el altar, se arrodilla, hace una breve ora- ción, y poniéndose en pie, pronuncia en alta voz el juramento escrito en la tablilla: «Yo invoco por testigo 4 Cristo Nuestro Señor, que me ha de juz- gar, que elijo la persona que delante de Dios pien- so debe ser elegida». Y subiendo á la plataforma del altar deja la cédula doblada en la patena, y de ahí, á vista de todos, la deja caer en el cáliz. Habiendo sido depositadas todas las cédulas en el cáliz del modo dicho, los encargados del escru- tinio suben al altar, el primer escrutador tapa el cáliz con la patena á vista de todos y lo revuelve varias veces. Luego las saca una por una contán- dolas y depositándolas en el otro cáliz á vista de todos. Ha de haber 60, 61, 62, igual número exac- tamente que el de Cardenales; una más ó menos anula completamente el acto, y sin más formali- dad ni más palabra ni explicación las arroja al fuego, sube el humo, y ya la gente de fuera sabe que no ha habido elección. Se vuelve cada uno á su celda hasta que se les llame otra vez ad Cape- llam. Pero si las cédulas están exactas, se procede inmediatamente al escrutinio. El primer escruta- dor saca del cáliz una cédula, la abre por medio en la parte en que está escrito el nombre del ele- gido, la lee, pasa la cédula al segundo escrutador que practica lo mismo dándosela al tercero. De modo que cada nombre es leído tres veces. Los Cardenales asistentes tienen delante de sí una lista con los nombres de todos los purpurados, y cada uno señala el voto publicado.

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