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E - ET ge confesor del cónclave, y se nombran médicos para el mismo; se preparan todas las habitaciones, se sortean las celdas que han de ocupar los purpu- rados, los maestros de ceremonias, no participan- tes, exhiben los breves en que se les faculta para entrar en cónclave, y por último se eligen los sir- vientes, como asimismo los diputados para la clau- sura y limpieza, arreglándose en estas congrega- ciones otros puntos de menos importancia. Parécenos oportuno recordar que por espacio de once siglos las elecciones de Romanos Pontíifi- ces se hicieron por el clero y el pueblo. Como quie- ra, pues, que se hubiese aumentado considerable- mente el número de los eclesiásticos que acudían á la asamblea y que fuese necesario evitar funestas influencias, se redujo á sólo los Cardenales el de- recho de asistir á la elección, en atención también á la gran importancia que en el siglo XII, que fué en el que se hizo esta reforma, había adquirido el Colegio de Cardenales. Principió esta costumbre en la elección de Inocencio II (1130) y se estable- ció como ley en el Concilio 111 de Letrán celebra- do en 1179, no obstante que ya desde los tiempos de Pascual II (1118) si bien el resto del clero ro- mano no estaba excluido de asistir á las eleccio- nes, los Cardenales eran las que ejercían más in- fluencia y casi hacían la elección pontificia. Elegi- do Inocencio II canónicamente en la fecha que de- jamos citada, los partidarios del Cardenal don Pedro de León, nieto de un judío poderoso hipócri- tamente convertido, eligieron á aquel purpurado, y tomó el nombre de Anacleto, el cual con su suce- sor Víctor, sostuvieron el cisma más de ocho años, estando siempre los Cardenales á favor del Pontífice.

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