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Ta An A E A da A o = LA= Cuando vocean los libre-pensadores: el milagro necesita demostración, ha de poderse tocar con las manos su realidad, ha de poder producirse de- lante de las Academias; pero eso nunca se hará, porque no puede ser; si se me demostrase á mí un milagro, diría que estoy enfermo, ó que me he vuelto loco. A estos ambiciosos clamores responde la Igle- sia católica, y tan por entero responde, que, ó está loco quien no se rinde, ó tiene en su corazón el de- monio de la soberbia que no le deja discurrir. Rehusar la acogida á hechos tan concienzudamen- te examinados por amigos y enemigos, tan cien- tíficamente discutidos, tan sólidamente estableci- dos, rodeados de tanta claridad, es lo sumo de la humana miseria, y más que miseria es ciega obs- tinación, endiablado orgullo. A despecho de tan extremada circunspección los enemigos de la Iglesia Romana vocean como frenéticos amontonando calumnias contra ella. Solamente la ignorancia y la malicia son capaces de tan indignas acusaciones. Juzguen desapasiona- damente si los católicos somos fáciles en inclinar la frente á toda obra extraordinaria que quiera llamarse milagro. Si nuestros adversarios pusiesen los ojos en los trámites seguidos por los Pontífices de la Iglesia, y considerasen las diligencias em- pleadas por los miembros de la Congregación Ro- mana, verían en cuántos escollos tropieza un mila- gro antes de merecer la aprobación de auténtico y verdadero. ¿Qué tribunal hallará crédito si no le halla éste, que es tan exigente, tan desinteresado, tan santo? Si quisiéramos conceder á la perfidia de los protestantes que este tribunal erró alguna

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