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La Iglesia no veía ya en el imperio su verdu- go, sino al defensor celoso de la fe, á su protector decidido y al fiel ejecutor de los cánones conci- liares. El pueblo de los Omeritas se convirtió con su Monarca á la fe de Cristo; numerosos é infatiga- bles misioneros llevaban la luz del Evangelio á las comarcas más remotas donde nacían cristiandades nuevas; la vida monástica y solitaria, para estu- diar con tranquilidad*y guardar con toda perfec- ción el Evangelio, se propagaban por todo el Orien- te, y empezaban ya á celebrarse públicamente los Concilios, formados por los padres en la fe, sabios y santos. El cristianismo había vencido al paganismo, la verdad al error, la virtud al vicio. La sangre de los mártires había vencido con su constancia y ha- bía triunfado de la bárbara impiedad de los empe- radores de Roma. Pero el genio del mal, vencido en aquella terrible lucha, suscitó una nueva y más temible guerra contra la Iglesia de Jesucristo. La guerra puramente contra las almas. A la fuerza y la violencia babía sustituido la astucia, y á los ata- ques contra las vidas de los cristianos siguieron los ataques contra sus creencias y contra la integri- dad de los dogmas del Cristianismo Surgió de lleno la época de las herejías y de los cismas, iniciada por Arrio, que desde su juventud se había hecho sospechoso por sus apostasias. Admi- tido al presbiterado después de aparecer sincera- mente arrepentido, se manifestó entonces clara- mente y sin disfraz todo lo que era. Fué condenado en el Concilio, en presencia del mismo emperador Constantino, pero lejos de darse
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