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zaron á preguntar dónde estaba el Rey de los ju- dios. Eso necesitaba el desconfiado principe que ocupaba un trono que no le correspondía y por el cual había hecho tantas muertes en su misma fa- milia. Inquieto con esto Herodes, convocó al punto á sacerdotes y letrados de la ley, y les preguntó dónde había de nacer el Cristo, el Mesías, el Rey que anunciaban sus Profetas; á lo que contestaron que en Belén. El Monarca, informado, encaminó á los Reyes hacia Belén, con el encargo de avisarle si lo hallaban. La exactitud con que correspondían todos aque- llos sucesos á las profecías relativas al nacimiento del Mesías, y los prodigios que se referían del niño Jesús, hicieron temer á Herodes por su trono; é irritado despuéz porque los Magos, lejos de cum- plir sus deseos, volvieron á Oriente sin pasar de nuevo por Jerusalén, resolvió hacer morir á todos los niños menores de dos años en Belén y sus cer- canías. Este bárbaro decreto, único en la historia, se ejecutó con brutal exactitud. San Gregorio Niceno y San Agustín, entre otros, describieron con sublime elocuencia los horrores de aquella hecatombe que consternaba á tantas madres. Catorce mil niños inocentes fueron las pri- micias del martirio. El Niño Jesús no había de morir entonces, y se libró de la sentencia. Avisa- do José en sueños por un ángel del Señor, huyó con el Niño y con la Madre á Egipto; pero la impie- dad y crueldad de Herodes no quedaron impunes. La justicia de Dios hirió al sanguinario Monar- ca con una enfermedad horrible que al cabo le produjo la muerte. Josefo la describe en estos tér- minos;

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